miércoles, 29 de diciembre de 2010

Encontré un lugar donde podía reunir todo aquello que me hacía feliz y no me restaba espacio para echarme una buena siesta a su lado.
Decidí que cada recuerdo contendría una porción de mi felicidad y así, repartida por el pequeño mundo que había creado, nunca podría faltarrme. Cuando creyese que flojeaba de alegría, mirar aquellos tesoros me haría recordar que no tengo motivos para dejar de sonreír y recobraría la esperanza. Mi pequeño oasis funcionó, y cuanto más feliz era más recuerdos necesitaba guardar.
Con el tiempo olvidé las anécdotas de cada objeto, pues mi memoria envejecía al igual que la fuerza al besarnos. Sin embargo, la felicidad no se apagaba, nunca lo hizo. Porque podría olvidar qué experiencia guardaba cada cachivache pero nunca olvidaría que si estaba ahí, junto al resto de cacharros, era porque me había hecho feliz en su día. De este modo, perdía los recuerdos, pero nunca la felicidad de vivir, así como se nos escapaba la fuerza de los labios pero nunca nos abandonó el amor de nuestros besos.
Lo mejor, es que al morir, tenía aquel espacio repleto de cosas que no sabía porqué estaban ahí pero me hacía feliz verlas juntas. Porque tal vez no supiera de dónde venían pero todas y cada una de ellas, me recordaban a ti.

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